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A principios de siglo, la CIA estaba en crisis. Tras el final de la Guerra Fría se había quedado sin una misión clara. Más de treinta bases y centros de operaciones en el extranjero habían cerrado, y los que quedaban habían sufrido graves recortes. En los albores de la era de la información y de la revolución digital sus oficiales y analistas trabajaban con tecnología anticuada, esforzándose por distinguir qué señales eran significativas entre la cacofonía causada por el ruido que invadía el mundo.Entonces llegó el 11 de septiembre de 2001. Tras los atentados, la CIA se transformó en una letal fuerza paramilitar responsable de prisiones secretas, durísimos interrogatorios y mortíferos ataques con aviones no tripulados, todo muy lejos de sus misiones tradicionales de espionaje y contraespionaje. Las consecuencias fueron terribles: la muerte de decenas de agentes, el robo de archivos por espías chinos, la infiltración de la inteligencia rusa y de hackers estadounidenses en sus redes informáticas y las tragedias de Afganistán e Irak. Ahora, una nueva generación de espías debe