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Las librerías granadinas, en concreto las del último tercio del siglo XVI, ayudaron de forma general al desarrollo de la cultura impresa y, en particular, al intelectual de la ciudad. No podemos olvidar el papel de mecenas que ejercieron determinados libreros no sólo como editores sino también como auténticos animadores intelectuales. En sus tiendas se vivía, a veces, un ambiente literario —recuérdese la triple condición de escritor-editor-librero del granadino Pedro Rodríguez de Ardila—, que si bien es verdad no fue de primer orden sí gozaba de una cierta proyección en la ciudad, con un obscuro interés que venía mediatizado por la prohibición de algunos títulos que se encontraban, con toda seguridad, no a la vista del público, sino guardados celosamente en sus trastiendas y que eran el blanco de la curiosidad del bibliófilo más exigente.